-¡Buenos días, Billie!
Al instante que esas palabras me despertaron, la luz del sol inundó la habitación. No me inmuté… Ya nada podía inmutarme. De hecho, en ese momento, creo que una cuchara de té tenía más emociones que yo. Los únicos momentos del día en los que tenía algún tipo de emoción eran esos: Cuando recién despertaba y las drogas que tenía que tomar ya estaban perdiendo efecto. Ni siquiera soñaba. Me sentía muerto.
-Hola –murmuré, enfocando la mirada, para ver a la misma enfermera de siempre, que iba cada mañana a saludarme, abrirme las cortinas y decirme que era hora de desayunar. Los momentos que era consciente, era capaz de notar que me hablaba como a alguien retardado, mientras que el resto del tiempo me era tan indiferente como el resto de mi habitación, la cual consistía en paredes color crema, mi cama, la ventana con barrotes y gruesas cortinas, un guardarropas y… nada más.
-¿Adivina qué? –No dije nada.- ¡Tienes hora con el doctor después del desayuno! Así que no tendrás que tomar pastillas hasta el almuerzo…
Cuando logré procesar esto (varios minutos después, en los cuales ya me había parado y había seguido a la enfermera al baño, cuya puerta me tenía abierta), me sentí aliviado. Tendría unas cuantas horas más “despierto”. Quién sabe por cuánto. Lo más probable es que el sujeto me añadiera más píldoras aún, pero la perspectiva de un ratito de conciencia bastaba para olvidarme de ello.
En fin, fui al baño. Hice mis necesidades, me duché (en un vano intento de quitarme el sopor que sentía) y, tras secarme, me vestí ahí mismo, para luego volver a mi habitación, cuya puerta estaba abierta al fin. Suspiré. Esto era lo menos libre que había estado en toda mi vida… Aunque bueno, esa era la idea, ¿no? Preguntándome cuánto tiempo tendría que estar ahí, salí, para bajar al primer piso e ir a la “cafetería”. Le decía así porque era lo único con que podía compararlo: Habían varias mesas, para varias personas, y había que hacer una fila para recibir una bandeja de comida.
Como de costumbre, era el único ahí. O la enfermera siempre estaba muy ansiosa por verme e iba mucho más temprano de lo necesario, o yo me levantaba muy rápido. O ambas. Sin muchas cosas en mente (pensar costaba tanto), fui al lugar donde se armaría la fila, donde una mujer de aspecto afable me pasó una bandeja que tenía un plato de huevos con tocino y un vaso de leche. La miré, entristecido.
-¿No hay posibilidades de tener café aquí, cierto? –pregunté.
Llevaba una semana queriendo preguntar eso, pero, hasta ese día, había sido incapaz de ordenar mis pensamientos. La mujer quedó un tanto sorprendida de lo cuerdo que sonaba.
-No, lo siento. Pueden quemarse o tirárselo unos a otros –se explicó.
Sonreí, levemente.
-No hay problema.
Tomé bien la bandeja y comencé a caminar hacia la alejada mesa que siempre usaba. No obstante, no estaba ni a mitad de camino, cuando la mujer me llamó. Dejé la bandeja en una mesa cualquiera y fui hacia allá.
-Te he observado. No eres peligroso. Te traeré un café, espera aquí un poco.
Sonreí, y, esta vez, mi sonrisa fue prácticamente real. Aún estaba un tanto aturdido, pero, al menos, mis emociones lograban llegar a la superficie.
No pasaron ni dos minutos, y la mujer había vuelto con un tazón de humeante café. Me lo pasó con cuidado.
-Muchísimas gracias –musité, realmente agradecido, oliendo el café, causando que mi sonrisa se acentuara. Me sentí más vivo. No completamente, pero más vivo que lo que me había sentido en toda la semana.
-No te preocupes… Pero no le digas a nadie.
Asentí, aún sonriendo, y seguí avanzando, en dirección a mi abandonada bandeja. Puse ahí el tazón, tomé la bandeja de la mesa y continué hasta mi mesa, al mismo tiempo que la gente empezaba a llegar.
Ya en mi asiento, comencé a comer mi desayuno. Mi sonrisa cambió a una triste al ver lo difícil que era cortar el tocino con un cuchillo de plástico. Pero no me importó. Dejé eso de lado y tomé el tazón, para darle un sorbo a mi café. El ardor que produjo en mi garganta se sintió tan bien como un abrazo de Addie…
Addie…
No se había aparecido. Era obvio. Estaba tomando drogas contra las alucinaciones, ¿no? ¿Cómo iba a aparecerse? Aunque la verdad tenía esperanzas de que se apareciese de todos modos, ya que eso se significaría que era real.
Otro sorbo de café… Y otro… Luego volver a intentar cortar el tocino… Me harté de ser civilizado y me lo comí sin cortarlo. Luego me terminé lo que quedaba del huevo y, finalmente, acabé mi café. Me sentía bien. Pero ya no quería pensar. Tras una semana dedicado a mirar la pared o, en el mejor de los casos, la televisión (siempre en el mismo canal, pero me daba igual, ya que requería de demasiada concentración y no era capaz de retener nada), pensar costaba demasiado y cansaba. Así que, simplemente, me quedé mirando el tazón vacío por un rato, para luego pararme a botar el contenido de la bandeja, dejar la bandeja en la pila de bandejas y tomar el tazón, para devolvérselo a la cocinera. Como, para entonces, todo el mundo ya estaba desayunando, no había nadie en la fila, se lo pasé directamente.
-De nuevo, muchas gracias. Necesitaba cafeína –murmuré.
-No te preocupes. Y creo que el doctor no se molestará si empiezo a darte comida extra, porque estás muy flaco.
Solté algo similar a una risa muy débil.
-Todo el mundo me dice lo mismo… Pero parece que ya no puedo subir de peso, no importa cuánto coma –me expliqué.
Se rió. Y su risa fue una risa de verdad.
-Ya veremos.
Me fui de la cafetería. Planeaba ir a la sala en la que todos pasábamos nuestros días, cuando recordé lo de la hora con el doctor. Me acerqué a la enfermera que supervisaba el desayuno de los demás.
-Disculpa, ¿mi hora con el doctor es ahora ya? –le pregunté, tímidamente.
Me miró, levemente sorprendida. Con un gran esfuerzo, conseguí suponer que fue porque, hasta ese día, nunca le había dirigido la palabra (sin contar el “hola” de todas las mañanas). Le costó su tanto recuperar la compostura.
-En realidad, es en diez minutos más, pero puedes ir de inmediato, quizás ya llegó.
Asentí, dispuesto a irme, cuando recordé un detalle.
-¿Dónde queda?
Seguía mirándome extrañada. Esta vez no se me ocurrió el porqué. Algo de esto se me reflejó en la cara.
-Suenas tan cuerdo –se explicó-. Algo atontado, pero eso es por todo lo que te tienen tomando… En fin, por ese pasillo, tercera puerta a la izquierda.
Me sonreí, levemente.
-Gracias.
-De nada.
Caminé tranquilamente hacia la puerta indicada. Respirando profundamente, toqué con los nudillos, sin molestarme en hacer algún ritmo chistoso como solía hacer.
-Pase… Oh, Armstrong, lo esperaba un poco más tarde.
-Sí, pero no tengo muchas cosas que hacer, así que me vine enseguida –me expliqué, encogiéndome de hombros, cerrando la puerta tras de mí, para dirigirme a un sofá, que, ya que estamos, se veía más que cómodo.
El doctor me analizó con la mirada, de pies a cabeza.
-¿Cómo te has sentido con las medicinas?
Volví a encogerme de hombros.
-Desalmado, para ser honesto –murmuré, restregándome un ojo, nuevamente intentando llevarme el sopor con esto-. No siento absolutamente nada.
-Te ves bastante bien ahora sí…
-Porque no he tomado nada desde anoche. Apenas me toque la siguiente dosis, andaré más lento que una tortuga –mascullé, molesto. No quería seguir tomando nada.
-¿Eso te enoja?
-No, porque no puedo sentirme enojado –ironicé. Recién ahí me di cuenta que estaba casi totalmente despierto-. Me desagrada el estar drogado todo el día, eso es todo.
Asintió y tomo varias notas en su libreta.
-¿Has vuelto a alucinar? ¿Has visto a tu esposa?
Negué, intentando no demostrar lo doloroso que era recordar lo mucho que la extrañaba.
-No he visto nada… -Sin aguantar la curiosidad, pregunté:- ¿Puedo saber exactamente qué estoy tomando?
El doctor suspiró y revisó una hoja anterior de la libreta.
-Un calmante, un antidepresivo y lo más fuerte que tenemos para las alucinaciones, ya que tus amigos me dijeron que eran bastante realistas.
Iba a golpear a Mike la próxima vez que lo viera, eso estaba más que claro… Bueno, la próxima vez que lo viera y estuviera fuera de la supervisión de la gente del psiquiátrico.
-¿Para qué el calmante? Pregúntele a cualquiera, no soy agresivo.
-No, pero sabemos que eres un tanto hiperactivo… O con déficit atencional, nadie pudo asegurármelo.
-¿Siendo “nadie” mi madre y alguno de mis hermanos? –pregunté. El hombre me miró, extrañado de que supiera esto- Llevan discutiendo eso desde que tengo diez años. Quizás que desde antes, no sé.
Anotó algo.
-Bueno, al parecer, lo que te estamos dando funciona. Seguirás con esto por una par de semanas más y de a poco te iremos bajando la dosis. ¿Alguna pregunta?
Lo miré, con cierta desesperación en mis ojos.
-¿Cuánto tiempo voy a estar aquí?
El hombre me miró, seriamente.
-Lo que necesites para ponerte bien.
Resoplé.
-¿Por qué nadie entiende que sí estoy bien? Ya no alucino…
-Llevas aquí una semana. Aún es muy pronto para saberlo. –Silencio.- Según los informes, no hablas con nadie aquí…
-Bueno, cuando tengo ganas de hablar, es durante el desayuno, que es cuando estoy más consciente, me doy cuenta que todos están más locos que yo –admití, con una sonrisa-. ¿Sabe que hay un tipo que, antes de comer su desayuno, tiene que darle treinta y siete vueltas al plato, en el sentido contrario a las agujas del reloj?
El doctor me miró, sorprendido.
-¿Clarence te habló y te lo dijo?
-Nah, creo que él no habla, ¿me equivoco?
Su sorpresa aumentó.
-¿Lo contaste desde tu asiento?
Asentí, encogiéndome de hombros.
-Me gusta observar cosas –admití.
-¿Y eso haces todo el día?
-Cuando estoy lo suficientemente consciente, sí. Espere, eso es sólo en las mañanas… El resto del día observo el vacío, porque no tengo voluntad de hacer nada más.
-Los antidepresivos no deberían hacerte sentir así… Eso es un comportamiento depresivo…
Revoleé los ojos.
-Me refiero a que no tengo ganas de nada, porque estoy adormecido por lo que supongo es el calmante –me corregí.
Él asintió.
-Mas ahora te ves más despejado que lo que jamás he visto a nadie en esta oficina… -Me sonreí, levemente.- Me sorprende. Bueno, te dejaré sin medicina hasta después del almuerzo, ¿de acuerdo? –Asentí.- Bien, te puedes retirar…
Me puse de pié.
-Ah, otra cosa –recordó el doctor, cuando llegaba a la puerta-. Hablé con la cocinera. Estás autorizado a tomar café en las mañanas.
Mi sonrisa se acentuó.
-¡Gracias! –agradecí, dando un pequeño saltito. Me reí, levemente, dándome cuenta que era la primera vez en más de una semana que hacía alguna idiotez así, y me fui.
Sin más, salí de la oficina, para devolverme a la sala donde ya estaban todos, ocupados viendo el vacío o entreteniéndose con la nada que había para hacer: Rompecabezas de cinco piezas gigantes, dominós, la televisión… Lo único que me llamaba la atención era el gran piano que, en mi opinión, estaba ahí de adorno, ya que estaba cerrado con candado. Por primera vez, me di el trabajo de acercarme hacia allá y caminar alrededor del instrumento, observándolo.
-¿Tocas? –me preguntó alguien. Me encontré con otra enfermera.
-Sí –respondí-. Pero no creo que me dejen tocar aquí, ¿no?
Se sonrió y me mostró una llave. Abrí mucho los ojos, sorprendido.
-¿Tocarás una canción de verdad o repetirás las mismas tres teclas una y otra vez? –inquirió, alzando una ceja.
-Una canción, dos, lo que quieran –farfullé.
Aún sonriendo, le quitó el candado al piano y lo abrió, permitiéndome sentarme ahí. Toqué unos cuantos acordes.
-¿Puedes tocar ¡Viva la Gloria!?
Reí, levemente.
-Así que por eso me dejaste tocar –musité-. Te advierto que me cuesta cantar al mismo tiempo.
Y toqué la canción… Bueno, la parte que tenía piano. Rápidamente, la gente se agrupó cerca del piano. No tardaron en comenzar a pedir canciones, las cuales, para mi suerte, eran conocidas, por lo que me las sabía.
-¡Hora de almorzar! –anunció la cocinera, quien, en algún momento, había llegado al público. Entristecido, dejé de tocar, cerré el piano y me paré, para luego hacer una especie de reverencia a la enfermera que tenía que cerrar. Los enfermeros, la cocinera y un par de los pacientes, rieron. Luego, todos nos dirigimos a la fila para conseguir el almuerzo (puré y salchichas, un jugo y gelatina), tras lo que nos dedicamos a comer.
No obstante, apenas el almuerzo terminó, ya no me sentía tan feliz. Era hora de los medicamentos. Entristecido, tomé mi vasito, tomé las pastillas y, sin otra opción, tragué todo. Bastaron diez minutos para que me sintiera apagado de nuevo y para que me fuera a uno de los sofás a quedarme ahí, sin hacer nada.
A eso de las ocho, fue hora de cenar. Apenas sí noté que tenía más puré (la cena siempre era lo mismo que el almuerzo) que el resto de los pacientes. Intenté sonreír, pero no pude. La cocinera pareció darse cuenta, ya que sólo me dedicó una triste sonrisa, tras lo que me dijo:
-De nada, no te preocupes.
Comí en mi mesa de siempre, alejado de los demás. Luego, me fui a la ventanilla donde nos daban los remedios. Tragué todo, como siempre y me fui a mi habitación, donde me quedé recostado sobre la cama, mirando el techo, sólo en bóxers, siendo incapaz de pensar. Aún si lo hubiera querido, habría sido incapaz de preguntarme el porqué Adrienne se había matado.
Addie…
Mis ojos pesaban… Iba a quedarme dormido ahí mismo… Me daba igual…
-Billie… -me susurró una voz femenina, zarandeándome- Billie, por favor, despierta…
Abrí los ojos. Aún era de noche. No pudo haber pasado mucho rato. Pero no me importaba. Todo lo que me importaba era que Addie estaba a mi lado, con la preocupación más que reflejada en sus ojos.
-¿Qué…? ¿Estoy soñando? –musité, sentándome
Negó, apresurada.
-No hay tiempo de explicarte, pero me enviaron a sacarte.
-¿Quién?
-¡No hay tiempo!
Se puso de pié y se acercó a la puerta, donde pegó su oído. Al no oír nada, suspiró, con cierto alivio. Me miró.
-Por favor, Billie, ¡ponte de pié, rápido!
-Pero…
-¡Sólo hazlo!
La obedecí. Se me acercó y me tomó las dos manos con las suyas propias, que, como de costumbre, estaban heladísimas. El escalofrío que me recorrió me hizo sentir, momentáneamente, más despierto, pero no lo suficiente.
-Esto va a doler –susurró ella.
-¿Qué cosa?
-¡Sacarte!
-¿Cómo vas a sacarme de aquí si ni siquiera existes?
Me cacheteó. Dolió. Mucho.
-¿Ahora me crees real? Además, estás tomando lo más fuerte que hay contra alucinaciones, ¿cómo podría ser yo una alucinación?
Mis comisuras se torcieron, levemente.
-Te amo –susurré.
-Yo a ti, pero eso no importa ahora… Tengo que sacarte, y ahora, ya que después habrá que esperar mucho y no hay tiempo…
-¿Pero de qué…?
-Te lo explicaré después, simplemente toma bien mis manos y, no importa lo que pase, NO-ME-SUELTES, ¿ok? –Asentí, más extrañado que nunca.- Esto va a doler…
-¿Qué co…?
Al instante, Addie comenzó a tirarme por las manos, causando que todo mi cuerpo doliera como si me desgarrara. No pude evitar soltar un grito de dolor.
-Cálmate, falta poco –susurró ella, intentando tranquilizarme.
El dolor aumentó…
Y mi cuerpo cayó al suelo… No, eso no estaba bien, yo estaba de pié.
Pero mi cuerpo sí estaba en el suelo. ¿Cómo era que yo estaba en dos lugares?
-¿Qu...?
Levanté la mirada… Y vi lo más hermoso que había visto en mi vida.
El rostro de Addie parecía brillar. No lo hacía realmente, pero se veía más hermosa de lo que jamás la había visto. Se notaba feliz, y la preocupación que cubría su rostro había desaparecido completamente, además de que había un destello especial en sus ojos. Pero mi mirada no tardó en desviarse a algo más, algo más que salía desde su espalda:
-No eres un fantasma, eres un ángel –susurré, maravillado por las dos grandes alas blancas que atravesaban su ropa.
-Y ahora tú también lo eres –susurró ella, sonriéndome. La miré, sin comprender-. Mira hacia tu espalda…
-No puedo verme la espalda…
-Lo más que puedas.
Extrañado, le obedecí. Casi la solté al ver que de mi espalda también salían dos alas, pero alcancé a recordar que no debía hacerlo. La miré, entre asustado y maravillado.
-¿Qué está pasando?
-Te lo explicaré luego, pero ahora tenemos que irnos; ya vienen a ver porqué gritaste.
La miré, curioso.
-¿Morí?
Simplemente me sonrió. Me soltó una mano, para tomar la otra más firmemente y guiarme hacia la ventana, que estaba cerrada… Yo no tenía la llave para abrirla.
Pero esto no pareció ser ningún problema para Addie. Simplemente caminó hacia ella y, de algún modo, la atravesó, dejando que la mitad de mi brazo estuviera fuera del edificio y el resto de mi cuerpo estuviera en el interior. Me sonreí ampliamente al ver que ella volaba en el exterior.
-Ven. No tengas miedo.
Aún extrañado, di un paso… Y otro… Ya estaba, prácticamente, apoyado contra la ventana.
La puerta de la habitación se abrió, dándole paso a la enfermera quien, supuse, se encontraba supervisando todas las habitaciones. No me vio parado contra la ventanilla… Pero sí vio a mi cuerpo. Soltó alguna maldición y gritó por ayuda. No necesité ver nada más. Aún sonriendo, di el paso que me separaba de mi esposa y me fui.
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