Rest One of these days Simple Twist of Fate I'm not tere Suffocate Rotting Suffocate? Dearly beloved Hold On Wake me up when September ends Good Riddance (Ridding of you) Cigarettes and Valentines
Prólogo

sábado, abril 21, 2012

Hold on - 1990 & Capítulo 1: ¿Vivo?



-   1990 -

¿Estaba despierto o seguía en aquel estado en el que no era capaz de distinguir la realidad de las fantasías, fantasías que mi mente llevaba horas inventando, para luego recrear?



Capítulo 1: ¿Vivo?
Mi estómago, más que sonar, rugió, fuertemente, causando que abriera los ojos, sobresaltado, con el corazón acelerado. Aún así, lo sentí fuera de mí, o, mejor dicho, eso me obligaba a sentir. Era la única forma de no enloquecer completamente: Estaba solo.

¿Qué hora era? O, mejor dicho, ¿qué día era? ¿Cuánto tiempo llevaba tirado en mi cama, sin hacer nada con mi cuerpo, nada que no fuera recordar, imaginar y esperar a que, milagrosamente, ella volviera?
Y, nuevamente, mi estómago rugió, más fuerte aún. Volví a sobresaltarme. No me había percatado lo hambriento que estaba. En todas esas horas (que aún no sabía cuántas eran), apenas sí había ido al baño a tomar agua y hacer mis necesidades. Ni siquiera había abierto las cortinas para aproximar la hora. De hecho, ni siquiera había abierto los ojos más de lo necesario. Suspiré. El hambre era demasiado como para ignorarlo más y quedarme ahí, pero no quería salir. Mientras estuviera en mi cuarto, todo esto era temporal. Mientras estuviera ahí, no existían pruebas de que Sarah se había ido.

Fue en ese instante que sentí algo que había sentido bastantes veces durante el tiempo que llevaba ahí encerrado. Ese algo era la sensación de una fuerte presión en el pecho, dolor que no tenía ni tendría cura jamás. Sarah había llenado tan bien el vacío en mi interior, que no tenerla cerca hacía que me paralizara por el dolor, el cual era, obviamente, meramente psicológico.
-Piensa en otra cosa –intenté murmurar; después de tanto tiempo sin emitir sonido alguno, la voz no me salía.
Intentando distraerme del dolor, agudicé mis sentidos a un cien por ciento. No era la primera vez que lo hacía en éste “tiempo”. De hecho, gracias a esto me había mantenido lo suficientemente informado como para saber que mamá también estaba mal. Bueno, al menos no soy el único pobre estúpido que se siente como la mierda todo el jodido día.
Agudizando mi oído, logré identificar el sonido de la secadora, ahora ubicada en el baño. Me extrañé al notar que había un sonido extra, como el de algo duro rebotando en el interior de metal.
Y, una vez más, mi estómago resonó. Era más que obvio que tenía que comer algo, y ya. Así que, aún concentrándome en el sonido de la secadora, me puse de pié, rápidamente, causando un mareo. Me afirmé en la cabecera de la cama, sintiendo como mi espalda era recorrida por un escalofrío. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí?
Fue entonces que me di cuenta que DEBÍA ir al baño. Aún aturdido, famélico y desorientado, salí de la habitación.
Parpadeé, rápidamente, en un intento de acostumbrarme al exceso de luz. Bueno, era la luz normal, pero llevaba un buen tiempo a oscuras, así que mis pupilas no estaban acostumbradas. En fin, crucé el pasillo y entré al baño.
El sentimiento de tristeza y melancolía que me embargó entonces fue tan fuerte que llegó a doler: El cepillo de dientes de Sarah seguía ahí, entre otras cosas suyas. Tuve que orinar con los ojos cerrados, al igual que había hecho durante todo mi tiempo “ido”.
Y la secadora seguía sonando. Harto de no saber el porqué, la detuve y la abrí, para encontrarme con Zero, el gato, obviamente muerto. Solté una maldición, entristecido. ¿Por qué TODO me salía mal?
Antes de lograr asimilar que el gato no resucitaría de la nada, sentí un olor (el primero destacable en días, ya que estamos) proveniente desde el primer piso, olor que reconocí como el olor a humo. Nuevamente maldiciendo, salí del baño y, aguantándome el hambre y la angustia, corrí al primer piso, en dirección a la cocina, donde encontré a mi madre, histérica, con una sartén en llamas en su mano. Rápidamente, tomé un vaso de agua y se lo tiré a la sartén, apagándola, causando que mi madre la botara lejos, se relajara un tanto y rompiera en llanto. La abracé, también dejando que las lágrimas fluyeran por mi rostro. Si había alguien que comprendía cómo me sentía en ese instante, era ella.
-Al fin bajaste –murmuró, con la voz extremadamente quebrada.
Incapaz de emitir algún sonido, asentí.
El teléfono sonó. Mamá me soltó, dispuesta a contestar al instante, mas no se lo permití; parecía que iba a romper en llanto (de nuevo) apenas tuviera que saludar. Aún sin decir nada, tomé el teléfono y volví a colgar, para volverme hacia ella.
-Va a estar bien –murmuré.
Mi voz salió más gastada de lo usual, más que nada por no haber hablado en todo ese tiempo. Mientras aclaraba mi garganta, ella me preguntó:
-¿Qué va a estar bien?
Me encogí de hombros.
-Todo, supongo.
El teléfono volvió a sonar. Revoleando los ojos, volví a colgar.
-Puede ser importante –susurró ella.
Negué.
-No va a llamar, y lo sabes.
Ambos hablábamos de Nathan, y ambos lo sabíamos, lo cual era bueno. No me sentía capaz de nombrarlo a él o a…
Tuve que apoyarme en la pared para no demostrar lo mal que me sentía en ese instante. ¿Y si quien llamaba era Sarah, quien finalmente se había hecho la prueba y quería avisarme si iba a ser padre o no? ¿O si realmente era Nathan, que quería volver, con Sarah y los demás?
-No sabía que tú y Sarah habían vuelto –comentó ella.
Negué.
-Tú y él estaban teniendo muchos problemas, no queríamos añadirte el peso de tener que guardar el secreto –murmuré-. Ahora sí fuimos discretos.
Mamá rió, levemente… O sollozó… La verdad es que no estaba del todo seguro.
El teléfono volvió a sonar. Esta vez, lo contesté, apresurado, rogando que fuera Sarah, dándome una explicación decente del porqué aún no había escapado de vuelta.
-¿Casa de Billie Joe Armstrong?
Solté un fuerte improperio mental al reconocer la voz como la del señor Oakley, el director de la escuela.
-Con él habla- farfullé, decidiendo que colgar no era una buena idea-. ¿Qué ocurre.
-Usted lleva tres días sin presentarse a clases –afirmó.
-¿Qué?
¿Tres días? ¿Sólo habían pasado tres días? ¿Todo ese sufrimiento que se me había hecho eterno habían sido únicamente tres míseros días?
-Que usted no ha asistido hace tres días… Y tampoco la señorita Horowitz, qui…
-No la nombre –lo corté-. Ella se fue.
Una pausa. Fui consciente de cómo mi madre me miraba preocupada, mas la ignoré, decidido a no ponerme a llorar como el pobre y patético tarado que era.
-Bueno, le llamaba para avisarle que, a menos que su apoderado lo justifique y explique el porqué vende drogas en mi escuela, usted está expulsado.
-Bueno, expúlseme –solté, sin pensar-. Si igual me iba mal, y quedan como cuatro meses de clases.
Algo me dijo que el director NO se esperaba eso de mí. A decir verdad, yo tampoco, pero lo hecho, hecho estaba. Mis impulsos habían, como de costumbre, triunfado, y, para ser honesto, no me molestaba.
-Un gusto, Armstrong. El lunes viene a buscar sus cosas.
Sin decir nada, colgué. Mi madre me miraba asombrada.
-¿Qué? No me puedes decir que no te lo esperabas.
Ella no dijo nada; sabía que tenía razón. Recordando que moría de hambre, me dirigí al refrigerador y, sin importarme la hora que era (en realidad, suponía que era de mañana, pero no tenía idea de la verdadera hora), saqué la olla de tallarines que había. Serví todo en un plato y lo metí al microondas. Luego, saqué una botella de cerveza y la abrí.
-No has comido, te hará mal –musitó mi madre, sentándose a la mesa.
-No la tomaré todavía –murmuré, dejando la botella frente a ella.
Nos quedamos en silencio. Ninguno sabía qué decir, y, en lo personal, no me interesaba esforzar más mis inutilizadas cuerdas vocales. Tras un par de eternos minutos, el microondas acabó con mi plato, el cual me llevé a la mesa, donde lo devoré en muy poco tiempo. Luego, bebí un gran sorbo de cerveza y me digné a mirar a mi madre, quien jugueteaba con un par de cucharas.
-¿Tres días? –pregunté. Ella asintió.- Mierda.
Volvió a asentir.
-¿Qué te motivó a salir?
-El hambre… Y el olor a quemado.
Sus comisuras temblaron, levemente. A simple vista, no se habría notado. Me hizo sentir pésimo al instante: Estaba sufriendo demasiado.
Escuché un fuerte grito proveniente del segundo piso, grito que me sobresaltó. Mamá no reaccionó. Sintiendo algo similar a la adrenalina corriendo por mis venas (¿O arterias? Da igual.), me puse de pié y fui al segundo piso, en cuyo baño encontré a Anna, viendo el cadáver de Zero en la secadora.
-Supongo que mi mamá no lo vio –murmuré.
Mi hermana se sobresaltó, incorporándose y mirándome.
-Estás vivo –musitó, con cierto alivio.
Me encogí de hombros. La verdad, ni yo estaba del todo seguro.
-¿Qué haces aquí?
Me miró como si fuese obvio. Al notar que quedé igual, suspiró.
-Alguien tiene que cuidarla.
-Ah.
Nos quedamos en silencio, luego, salí del baño.
-Estoy en mi pieza.
Tras asegurarme que el cartel de “No molestar” seguía ahí, entré a mi pieza, en cuya cama me tiré, ignorando a mi hermana y con un único pensamiento en mente: Sarah.


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