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Capítulo 1: ¿Vivo?
Mi estómago, más que sonar, rugió, fuertemente, causando que abriera los ojos, sobresaltado, con el corazón acelerado. Aún así, lo sentí fuera de mí, o, mejor dicho, eso me obligaba a sentir. Era la única forma de no enloquecer completamente: Estaba solo.
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1990 -
¿Estaba despierto
o seguía en aquel estado en el que no era capaz de distinguir la realidad de
las fantasías, fantasías que mi mente llevaba horas inventando, para luego
recrear?
Capítulo 1: ¿Vivo?
Mi estómago, más que sonar, rugió, fuertemente, causando que abriera los ojos, sobresaltado, con el corazón acelerado. Aún así, lo sentí fuera de mí, o, mejor dicho, eso me obligaba a sentir. Era la única forma de no enloquecer completamente: Estaba solo.
¿Qué hora era? O, mejor dicho, ¿qué día era? ¿Cuánto tiempo llevaba tirado
en mi cama, sin hacer nada con mi cuerpo, nada que no fuera recordar, imaginar y
esperar a que, milagrosamente, ella volviera?
Y, nuevamente, mi estómago rugió, más fuerte
aún. Volví a sobresaltarme. No me había percatado lo hambriento que estaba. En
todas esas horas (que aún no sabía cuántas eran), apenas sí había ido al baño a
tomar agua y hacer mis necesidades. Ni siquiera había abierto las cortinas para
aproximar la hora. De hecho, ni siquiera había abierto los ojos más de lo
necesario. Suspiré. El hambre era demasiado como para ignorarlo más y quedarme
ahí, pero no quería salir. Mientras estuviera en mi cuarto, todo esto era
temporal. Mientras estuviera ahí, no existían pruebas de que Sarah se había
ido.
Fue en ese instante que sentí algo que había
sentido bastantes veces durante el tiempo que llevaba ahí encerrado. Ese algo
era la sensación de una fuerte presión en el pecho, dolor que no tenía ni
tendría cura jamás. Sarah había llenado tan bien el vacío en mi interior, que
no tenerla cerca hacía que me paralizara por el dolor, el cual era, obviamente,
meramente psicológico.
-Piensa en otra cosa –intenté murmurar;
después de tanto tiempo sin emitir sonido alguno, la voz no me salía.
Intentando distraerme del dolor, agudicé mis
sentidos a un cien por ciento. No era la primera vez que lo hacía en éste
“tiempo”. De hecho, gracias a esto me había mantenido lo suficientemente
informado como para saber que mamá también estaba mal. Bueno, al menos no soy
el único pobre estúpido que se siente como la mierda todo el jodido día.
Agudizando mi oído, logré identificar el
sonido de la secadora, ahora ubicada en el baño. Me extrañé al notar que había
un sonido extra, como el de algo duro rebotando en el interior de metal.
Y, una vez más, mi estómago resonó. Era más
que obvio que tenía que comer algo, y ya. Así que, aún concentrándome en el
sonido de la secadora, me puse de pié, rápidamente, causando un mareo. Me
afirmé en la cabecera de la cama, sintiendo como mi espalda era recorrida por
un escalofrío. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí?
Fue entonces que me di cuenta que DEBÍA ir al
baño. Aún aturdido, famélico y desorientado, salí de la habitación.
Parpadeé, rápidamente, en un intento de
acostumbrarme al exceso de luz. Bueno, era la luz normal, pero llevaba un buen
tiempo a oscuras, así que mis pupilas no estaban acostumbradas. En fin, crucé
el pasillo y entré al baño.
El sentimiento de tristeza y melancolía que
me embargó entonces fue tan fuerte que llegó a doler: El cepillo de dientes de
Sarah seguía ahí, entre otras cosas suyas. Tuve que orinar con los ojos
cerrados, al igual que había hecho durante todo mi tiempo “ido”.
Y la secadora seguía sonando. Harto de no
saber el porqué, la detuve y la abrí, para encontrarme con Zero, el gato,
obviamente muerto. Solté una maldición, entristecido. ¿Por qué TODO me salía
mal?
Antes de lograr asimilar que el gato no
resucitaría de la nada, sentí un olor (el primero destacable en días, ya que
estamos) proveniente desde el primer piso, olor que reconocí como el olor a
humo. Nuevamente maldiciendo, salí del baño y, aguantándome el hambre y la
angustia, corrí al primer piso, en dirección a la cocina, donde encontré a mi
madre, histérica, con una sartén en llamas en su mano. Rápidamente, tomé un
vaso de agua y se lo tiré a la sartén, apagándola, causando que mi madre la
botara lejos, se relajara un tanto y rompiera en llanto. La abracé, también
dejando que las lágrimas fluyeran por mi rostro. Si había alguien que
comprendía cómo me sentía en ese instante, era ella.
-Al fin bajaste –murmuró, con la voz
extremadamente quebrada.
Incapaz de emitir algún sonido, asentí.
El teléfono sonó. Mamá me soltó, dispuesta a
contestar al instante, mas no se lo permití; parecía que iba a romper en llanto
(de nuevo) apenas tuviera que saludar. Aún sin decir nada, tomé el teléfono y
volví a colgar, para volverme hacia ella.
-Va a estar bien –murmuré.
Mi voz salió más gastada de lo usual, más que
nada por no haber hablado en todo ese tiempo. Mientras aclaraba mi garganta,
ella me preguntó:
-¿Qué va a estar bien?
Me encogí de hombros.
-Todo, supongo.
El teléfono volvió a sonar. Revoleando los
ojos, volví a colgar.
-Puede ser importante –susurró ella.
Negué.
-No va a llamar, y lo sabes.
Ambos hablábamos de Nathan, y ambos lo
sabíamos, lo cual era bueno. No me sentía capaz de nombrarlo a él o a…
Tuve que apoyarme en la pared para no
demostrar lo mal que me sentía en ese instante. ¿Y si quien llamaba era Sarah,
quien finalmente se había hecho la prueba y quería avisarme si iba a ser padre
o no? ¿O si realmente era Nathan, que quería volver, con Sarah y los demás?
-No sabía que tú y Sarah habían vuelto
–comentó ella.
Negué.
-Tú y él
estaban teniendo muchos problemas, no queríamos añadirte el peso de tener que
guardar el secreto –murmuré-. Ahora sí fuimos discretos.
Mamá rió, levemente… O sollozó… La verdad es
que no estaba del todo seguro.
El teléfono volvió a sonar. Esta vez, lo contesté, apresurado, rogando que
fuera Sarah, dándome una explicación decente del porqué aún no había escapado de
vuelta.
-¿Casa de Billie Joe Armstrong?
Solté un fuerte improperio mental
al reconocer la voz como la del señor Oakley, el director de la escuela.
-Con él habla- farfullé,
decidiendo que colgar no era una buena idea-. ¿Qué ocurre.
-Usted lleva tres días sin
presentarse a clases –afirmó.
-¿Qué?
¿Tres días? ¿Sólo habían pasado
tres días? ¿Todo ese sufrimiento que se me había hecho eterno habían sido
únicamente tres míseros días?
-Que usted no ha asistido hace
tres días… Y tampoco la señorita Horowitz, qui…
-No la nombre –lo corté-. Ella se fue.
Una pausa. Fui consciente de cómo
mi madre me miraba preocupada, mas la ignoré, decidido a no ponerme a llorar
como el pobre y patético tarado que era.
-Bueno, le llamaba para avisarle
que, a menos que su apoderado lo justifique y explique el porqué vende drogas
en mi escuela, usted está expulsado.
-Bueno, expúlseme –solté, sin
pensar-. Si igual me iba mal, y quedan como cuatro meses de clases.
Algo me dijo que el director NO
se esperaba eso de mí. A decir verdad, yo tampoco, pero lo hecho, hecho estaba.
Mis impulsos habían, como de costumbre, triunfado, y, para ser honesto, no me
molestaba.
-Un gusto, Armstrong. El lunes
viene a buscar sus cosas.
Sin decir nada, colgué. Mi madre
me miraba asombrada.
-¿Qué? No me puedes decir que no
te lo esperabas.
Ella no dijo nada; sabía que
tenía razón. Recordando que moría de hambre, me dirigí al refrigerador y, sin
importarme la hora que era (en realidad, suponía
que era de mañana, pero no tenía idea de la verdadera hora), saqué la olla de
tallarines que había. Serví todo en un plato y lo metí al microondas. Luego,
saqué una botella de cerveza y la abrí.
-No has comido, te hará mal
–musitó mi madre, sentándose a la mesa.
-No la tomaré todavía –murmuré,
dejando la botella frente a ella.
Nos quedamos en silencio. Ninguno
sabía qué decir, y, en lo personal, no me interesaba esforzar más mis
inutilizadas cuerdas vocales. Tras un par de eternos minutos, el microondas
acabó con mi plato, el cual me llevé a la mesa, donde lo devoré en muy poco
tiempo. Luego, bebí un gran sorbo de cerveza y me digné a mirar a mi madre,
quien jugueteaba con un par de cucharas.
-¿Tres días? –pregunté. Ella
asintió.- Mierda.
Volvió a asentir.
-¿Qué te motivó a salir?
-El hambre… Y el olor a quemado.
Sus comisuras temblaron,
levemente. A simple vista, no se habría notado. Me hizo sentir pésimo al
instante: Estaba sufriendo demasiado.
Escuché un fuerte grito
proveniente del segundo piso, grito que me sobresaltó. Mamá no reaccionó.
Sintiendo algo similar a la adrenalina corriendo por mis venas (¿O arterias? Da
igual.), me puse de pié y fui al segundo piso, en cuyo baño encontré a Anna, viendo
el cadáver de Zero en la secadora.
-Supongo que mi mamá no lo vio
–murmuré.
Mi hermana se sobresaltó,
incorporándose y mirándome.
-Estás vivo –musitó, con cierto
alivio.
Me encogí de hombros. La verdad,
ni yo estaba del todo seguro.
-¿Qué haces aquí?
Me miró como si fuese obvio. Al
notar que quedé igual, suspiró.
-Alguien tiene que cuidarla.
-Ah.
Nos quedamos en silencio, luego, salí
del baño.
-Estoy en mi pieza.
Tras asegurarme que el cartel de
“No molestar” seguía ahí, entré a mi pieza, en cuya cama me tiré, ignorando a
mi hermana y con un único pensamiento en mente: Sarah.
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