Estábamos caminando hacia mi
casa, la cual se encontraba a un par de cuadras, y tanto Mike como Jesus me
miraban con cierta preocupación en sus rostros. Harto de esto, me dediqué a
distraerlos:
-Honestamente, ¿quién quemó la
sala?
Una sonrisa curvó los labios de
ambos.
-La idea fue de Jimmy, Mike afinó
los detalles y Ben, del eneágono, lo llevó a la práctica –explicó Jesus.
-Lo terrible es que culpa de la
profesora de química; ella nos dijo que podíamos incendiar todo con los
químicos del laboratorio –añadió Mike.
Los tres comenzamos a reír. Pese
a que no hice ningún comentario al respecto, moría por decir que era mi primera
risa real en semanas, y que los músculos de mi cara llegaban a doler por
tensarse de esa manera. En fin, un par de minutos después, nuestras risas ya se
habían apagado y ya nos encontrábamos en la puerta de mi casa. Como de costumbre,
Mike abrió y entró, tras lo que lo seguí. No obstante, Jesus no entró. Lo miré,
extrañado.
-No entro a tu casa hace unos dos
años y las últimas veces lo hice por la ventana –musitó-. En todo caso, yo no
debería entrar.
Fue ahí que recordé la
prohibición de mi madre. ¿Tanto tiempo había pasado?
-Eso fue porque estábamos juntos.
Ya no lo estamos, así que la prohibición se levanta, ¿no? –Me miró, no muy
convencido.- Dudo que esté en la casa y no le va a importar, entra.
Desconfiado y cauteloso, Jesus
entró a la casa, permitiéndome cerrar la puerta principal de una vez.
-Muero de hambre –comentó Mike.
Al instante, hizo una mueca, como
si hubiese dicho algo que no debía. Tardé en comprender que ese “algo” eran las
dos sílabas que conformaban la palabra “muero”.
-Yo igual, la comida del hospital
apesta –concordé, decidiendo que lo mejor era demostrar que no me importaba (ya
que de verdad no me importaba). No me sentía como un suicida, si no que como un
imbécil que se tomó muchas pastillas por tarado. Para mi suerte, Jesus y Mike
parecieron comprenderlo, y no acotaron nada al respecto camino a la cocina,
donde mi mamá había dejado una lasaña vegetariana. Sonriendo y con un
sentimiento de gratitud enorme hacia ella (moría de hambre y era mi plato
favorito, ¿ya?), me dirigí a la lasaña, pero Mike llegó primero. La tomó y se
la llevó a un mesón junto al microondas, para luego sacar un cuchillo. Dividió
la lasaña en dos y partió una de esas dos grandes mitades en dos trozos más
pequeños (también conocidos como “cuartos”, ya que estamos). La metió al
microondas y, mientras se calentaba, sacó tres platos.
-Aquí tienes –musitó, dos minutos
después, pasándome un plato en el cual se encontraba la mitad de la lasaña.
-Gracias.
Jesus, mientras tanto, sacó una
botella de Coca-Cola. Por una vez, no me molestó el hecho de que no hubiera
alcohol en la casa y bebí con gusto el vaso que me sirvió.
No pasaron ni diez minutos y los
tres ya nos encontrábamos preparándonos un café, con nuestros platos ya vacíos
en el lavaplatos.
-¿Cuándo volvíamos a clases? –le
preguntó Mike a Jesus, volviendo a sentarse, pasándonos nuestros tazones.
-Mañana tenemos sala de nuevo
–respondió el interpelado, tras lo que se volvió hacia mí-. ¿Estarás bien solo
hasta las tres?
Sonreí, levemente, asintiendo.
-Probablemente duerma hasta
tarde… No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, pero sí sé que estoy cansado.
-Agotado, exhausto –soltó Mike,
repentinamente. Lo miré, sin comprender-. Prueba de vocabulario pasado mañana.
Jesus maldijo. Yo sólo me reí,
percatándome que era la primera vez que me sentía realmente feliz por no tener que ir más a la escuela. Algo me dijo
que la sonrisa de Mike se debía a que estaba feliz de verme feliz de verdad,
mas no dije nada. Me encontraba pensando en mi “accidente”. No lo veía como un
suicidio, lo sentía más como haber renacido. Más profundamente, como cuando los
fénix se incendiaban a sí mismos para
renacer de sus cenizas…
¿Por qué sabía eso?
-¿Qué piensas? –me preguntó
Jesus, sobresaltándome.
-¿Dónde vi, leí u oí algo de los
fénix? –inquirí, extrañado.
Jesus se encogió de hombros,
mientras que Mike simplemente se sonrió.
-Sarah había dibujado uno para
artes en septiembre. Intentó explicarte qué era y tú estabas muy volado como
para entender nada.
Asentí, recordando, vagamente,
como mi novia me mostraba el dibujo de un ave roja y cómo hablaba… Claro que yo
no le ponía atención y la verdad que me reía de… No estoy seguro de qué. Me
sonreí, levemente. Al menos mi subconsciente sí había puesto atención.
No obstante, me costó su tanto
mantener la sonrisa, siendo que pensar en eso sólo me ayudó a recordar que
nunca más la vería hacer un dibujo o tomar una foto. Recordé que nunca más la
vería sonreír, nunca más la vería reírse. Nunca más la vería triste, enojada,
feliz o sorprendida. Nunca más vería su reacción al leer alguna canción que
estaba, obviamente, compuesta para ella. Nunca más la vería de ninguna forma.
-¿Qué quieres hacer hoy? –me
preguntó Mike, decidiendo que llevaba mucho tiempo callado como para que fuera
algo bueno.
-Cualquier cosa está bien.
Así que nos quedamos ahí,
conversando de cualquier idiotez que ellos pusieran como tema para distraerme…
Y lo consiguieron. Varias horas después, me encontraba riendo como no me reía
hacía un buen tiempo.
Fue ahí que mi madre entró a la
cocina.
Al instante, Jesus dejó de
reírse, incómodo. Mike y yo tardamos un poco más en imitarlo, para voltearnos a
mi madre, quien nos miraba.
-Hola, mamá –saludé.
-Hola, Ollie.
Ella no nos respondió.
Simplemente dirigió su mirada de mí a Jesus. Suspiré.
-No, mamá, no somos nada –respondí-.
Con Mike nos quedamos en la
Okupa y nos aburrimos de hacer nada allá, así que nos vinimos
a hacer nada acá.
-Ah…
Miró a Mike, quien suspiró.
-En serio, Ollie, no pasa nada
entre ellos desde hace como dos años.
Mi madre asintió, como si con eso
el tema quedara más que zanjado. Luego, desvió su mirada a la bandeja en la que
estaba la lasaña, ahora vacía. Se sonrió y se fue de la cocina.
-Perdón –murmuró Jesus, levemente
sonrosado.
-¿Por qué? No es tu culpa que
crea que me meteré en una relación con la primera persona que se me cruce
porque Sarah se fue –lo regañé.
-Da igual, mejor me voy… -Se puso
de pié y luego bajó el volumen de su voz, para que sólo yo y Mike lo oyéramos.-
Prométeme que no harás ninguna idiotez.
Revoleé los ojos.
-Lo prometo.
Lo acompañé a la puerta
principal, se despidió de mí con un estrechón de manos, tras el cual farfulló,
atropelladamente:
-Te quiero.
Sonrojado, y sin darme tiempo de
reaccionar, salió de la casa y cerró la puerta, rápidamente. Maldije en mi
mente.
-Así que… ¿Tú y Jesus?
La voz de Mike me sobresaltó. Me
volteé hacia él.
-No y no quiero nada con él
–respondí, molesto.
-Lo sé, pero parece que él no.
Negué.
-Lo sabe, pero parece estar
dándose falsas esperanzas –aclaré.
Mike suspiró.
Pasamos lo que quedaba de la
tarde en el sótano, conversando y comiendo un poco de la basura que mi amigo
tenía por ahí, hasta eso de las once. En todo ese rato, Mike no mencionó nada
respecto a mi accidente, lo que me alivió su tanto. No me sentía capaz de
contarle lo de la carta, la cual seguía en el bolsillo de mi pantalón. Con la
excusa de que no quería que mi amigo se quedase dormido al día siguiente (lo
cual le iba a pasar si no se dormía ya, porque, por mi culpa, no había dormido
al día anterior), me fui a mi habitación, donde me saqué todo y, únicamente en
bóxers, me metí a la cama, donde me dormí enseguida.
Al día siguiente, desperté
temprano. Me quedé mirando el techo un buen rato antes de salirme de la cama,
estirarme y abrir la cortina de mi habitación, permitiendo que la luz entrase a
mi habitación. Me sentí más vivo que en mucho tiempo al sentir el calor de los
rayos de sol contra mi pecho y mis brazos. De no ser por esta sensación de
vitalidad, nunca me habría armado del valor que necesitaba para lo que iba a
hacer.
No me duché. Simplemente me
vestí. Tampoco bajé a desayunar. Me dirigí directamente a la habitación de
Sarah, frente a cuya puerta me quedé parado por interminables minutos, tomando
aire. Luego, con un gran esfuerzo, entré.
Se notaba al instante que nadie
había entrado desde la partida de ella y el resto de los Horowitz; por un lado,
la cama estaba deshecha. Por el otro, el olor a encierro consiguió marearme su
tanto. Tuve que ir a la ventana y abrirla; las cortinas ya estaban descorridas.
Supuse que, aquel lejano día de febrero, antes de salir, Sarah las había
abierto para sentir el calor del sol, tal como yo lo había hecho antes de
entrar aquí. Aunque en febrero hacía frío… Así que, probablemente, las había
abierto para poder ver lo que hacía.
Lentamente, me dirigí a su cama,
donde me encontré con un libro abierto y bocabajo sobre la almohada. Extrañado,
lo tomé, poniendo un dedo para no perder la página al cerrarlo. Me sonreí: “El
Guardián en el Centeno”. Nos tocó leer eso a comienzos de año. Obviamente no lo
leí, pero ella sí, y le encantó. Andaba con ese librito por todos lados. De
hecho, el encuadernado ya estaba un tanto gastado de tanto que lo abría y lo
cerraba. Doblé la punta de la página en la que estaba abierta y lo cerré, para
dejarlo sobre un lado de la cama. Luego, sin contenerme, me recosté en la cama,
para apoyarme en su almohada e inhalar el aroma que seguía impregnado. Me
sonreí. Esa esencia lograba que me sintiera completo. Me quedé ahí por varios
minutos, tras lo que me senté bien en el borde de la cama. Suspirando, tomé el
peluche de Ernie que yacía en el suelo. Probablemente, Nick había ido a jugar
ahí por la mañana, como acostumbraba, a esperar que Sarah volviera. Lo dejé
junto al libro y, sin más, salí de la pieza, en dirección a la alacena que
había debajo de la escalera, de donde saqué varias bolsas de basura. Volví a la
pieza de Sarah y, con un esfuerzo prácticamente sobrehumano, metí todo lo que
había sobre el velador en el interior de la primera bolsa, tras lo que abrí el
cajón y vacié su contenido ahí también. No quería ni mirar lo que estaba
metiendo, ya que no quería arrepentirme.
Sin embargo, para cuando llegué
al escritorio, mi decisión de no ver nada flaqueó. Había una caja que sabía que
contenía todas las fotos que había tomado desde la navidad de 1988, navidad en
la que recibió la cámara. Con las manos temblorosas, la abrí y dejé caer todas
las fotos en el piso de la habitación, para poder contemplarlas esparcidas.
Había varias en las que estábamos juntos, varias en las que estaba yo solo.
Había unas cuantas que yo había logrado tomarle. Me sonreí al ver una que Mike
nos había tomado, en la que estábamos durmiendo abrazados en su habitación. Se
notaba que yo estaba sin polera, ya que pasaba mi brazo por sobre ella, mas el
cubrecamas lograba cubrirla completamente. Me sonreí.
-¿Qué hago? –susurré, tomando una
foto en la que ella me sonreía, ampliamente. Tenía el cabello pelirrojo. De
todos los cabellos que usó ese verano, ese era mi favorito- ¿Qué hago?
Con una gran presión en el pecho
y unas ganas de llorar que tuve que reprimir, tomé todas las fotos y las volví
a meter a la caja, la cual metí a otra bolsa.
No tardé mucho en vaciar el resto
del escritorio. Vacié todos los cajones y demás, salvando, únicamente, la
cámara, ya que me había costado a mí y a Nadia bastante dinero para
regalársela. Sin embargo, no me metí al clóset; no tenía idea qué hacer con su
ropa, y sabía que no había nada más ahí. Tomé las dos bolsas que había llenado
y salí de la pieza. Fui a mi habitación, tomé el encendedor y lo guardé en mi
bolsillo, para luego volver a tomar bien las bolsas y dirigirme al primer piso,
donde me encontré con David.
-¿Qué llevas ahí?
-Cosas que quemar –fue todo lo
que respondí, al tiempo que tomaba un montón de diarios viejos de una pila que
mamá tenía en el living y los metía en la bolsa que iba más vacía.
Me gritó algo, pero lo ignoré.
Simplemente salí de la casa y caminé hasta las líneas del tren, donde había un
gran basurero de metal, que con Sarah y Jesus siempre ignorábamos. Metí los
diarios ahí y les prendí fuego con mi encendedor. Mientras esperaba que se
hiciera una fogata decente, mi vista se distrajo hacia un objeto plástico que
yacía en el suelo: el frasco de pastillas con las que me había “suicidado”. Lo
tomé y lo tiré al basurero, pese a saber que no se quemaría por completo. A
continuación, vacié la primera bolsa, generando una llama más grande, para
luego abrir la segunda bolsa. Tiré todo dentro, a excepción de la caja de
fotos, que abrí.
Una a una, fui tirando las fotos
al interior. Cuando se acabaron, tiré la caja lejos y metí una mano a mi
bolsillo, para sacar la foto que Sarah había enviado para que pudiese
“olvidarla en paz”. Como si eso fuera posible. Temblorosamente, tiré la foto, para
observar cómo empezaba a quemarse…
-¡NO! –grité, repentinamente,
comprendiendo que era el único objeto que me quedaba para recordarla.
Acelerado, saqué la foto y la
soplé, para apagarla. Había perdido una buena parte de su cara, pero el resto
estaba intacto. Suspiré y la volví a meter a mi bolsillo, para luego dedicarme
a observar cómo todo iba, poco a poco, reduciéndose a cenizas, cenizas de las
cuales yo “renacería”, o, al menos, lo intentaría. Debía seguir adelante. Era
lo mejor y valía la pena intentarlo. Mal que mal, era eso o quedarme
lamentándome el resto de mi vida, y estaba seguro que eso no era lo que Sarah
querría. Con eso en mente, tomé el cartel que había en el suelo y que rezaba
“Christie Road”. Con él, tapé la boca del basurero, para que el fuego se
apagara. No me quedé a ver si funcionó, simplemente, me volteé y me fui,
decidido a olvidarla a ella, mas sabiendo que no olvidaría el tiempo, ya que,
mal que mal, había dejado una marca en mí.
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