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Prólogo

lunes, mayo 09, 2011

Rotting - Capítulo 32: No te rindas.


-¿Despierto?
Fue lo único a lo que atiné a decir, y, francamente, lo único que se podía decir en la situación. ¿Cómo estaba despierto? Llevaba inconsciente prácticamente un día entero, ¿y ahora despertaba de la nada?
-Bueno, un médico sugirió ver si podíamos despertarlo con un medicamento, para que firmara el consentimiento de la cirugía y funcionó. Ya hablamos con él y sigue despierto –se explicó.
-¿Y firmó? –pregunté.
El doctor no respondió. Billie lo comprendió de inmediato.
-¿Cómo que no firmó?
El hombre negó.
-No quiere. Dice que no sirve de nada y que prefiere morir –se explicó.
Maldije.
-Déjeme hablar con él –pedí.
El médico volvió a negar.
-Pidió que ninguno de ustedes dos fuera –musitó.
Volví a maldecir.
-Mire, o me deja ir por las buenas o voy por las malas –lo amenacé. [i]Debía[/i] hablar con él [i]ya[/i], y, por su expresión, Billie lo sabía-. Estoy segura que puedo convencerlo.
El doctor miró a su alrededor.
-Tienes cinco minutos, después tengo que enviar a seguridad –susurró-. Sala trescientos nueve.
Sin más, eché a correr.
Tardé alrededor de un minuto en encontrar la pieza. Me quedaban cuatro. De haber tenido más tiempo, probablemente me habría quedado un buen rato frente la puerta, preguntándome si debía pasar o no… Pero no lo tenía, así que entré de inmediato.
Fue ahí que recordé el porqué no había exigido verlo antes: Verlo así (amarillento, conectado a un millón de máquinas y sueros, a la vez que miraba el techo como si fuese lo último que fuera a ver) era devastador.
-¿Por qué estás aquí? –susurró, sin mirarme, al escuchar mis pasos al acercarme- Ya les dije a los doctores que prefiero morirme.
Sin saber qué hacía, y de un modo más que delicado, le tomé la mano, para acariciársela.
-Voy a donarte mi hígado, y no me importa que no lo quieras –susurré, mirándolo fijamente a sus ojos azules, los cuales, pese a encontrarse amarillentos, tenían un gran efecto en mí: Me calmaron al instante.
Él negó.
-¿Por qué harías eso?
Lo miré fijamente a sus ojos, recordando, instantáneamente, lo mucho que me habían cautivado desde el día en que lo conocí. Con una mano temblorosa, le acaricié la mejilla.
-Porque te amo –susurré, mirándolo fijamente.
Un brillo apareció en sus ojos.
-De… ¿De verdad? –me preguntó.
Asentí, con una pequeña sonrisa.
-Por supuesto –susurré, acariciándole el rostro-. Así que… ¿vamos a hacer esto?
Él me acarició mi mano con la suya propia, tiernamente.
-No quiero que te pase algo.
-Nada va a pasarme, amor –susurré, tras lo que me avergoncé levemente; nunca le había dicho así-. Todo saldrá bien y podremos estar juntos… -Silencio.- No te rindas, no ahora.
Me acerqué y, suavemente, le di un beso en los labios.
-Te amo –susurró él.
-Yo a ti –susurré.
Sus ojos volvieron a cerrarse; la medicación había dejado de hacer efecto.
-La cirugía será a la una de la tarde –dijo la voz del doctor, a mis espaldas, sobresaltándome; no lo había sentido entrar y, por su cara, había escuchado todo-. ¿Estarás lista?
Revisé el reloj que había en la pared de la habitación: Nueve de la mañana. Y la preparación comenzaría a eso de las diez y media.
-Sí.
Y salí de la habitación.

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